VENENO FAMILIAR: LA CULPA Y EL RESENTIMIENTO

A veces no sabemos cómo manejarlo, cómo hablarlo, ni cómo superarlo. Lo que sí sabemos es que nos hace mal, nos corroe, nos aniquila, nos quita la alegría y sobre todo, nos arrebata esa sensación hermosa de que volver a casa es lo más lindo que nos puede pasar. Entender para saber qué hacer.

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Como orientadora familiar, sé que la culpa y el resentimiento pueden ser cargas pesadas que afectan profundamente las relaciones familiares. Es importante abordarlos con comprensión y buscar caminos hacia la sanación, ya que son un veneno silencioso que actúa desde el interior de nosotros mismos e invade nuestra forma de comunicarnos, de mirarnos, de amarnos.

La CULPA es una emoción que surge cuando una persona percibe que ha transgredido sus propios valores morales o ha causado daño a otra persona. Puede manifestarse como remordimiento, arrepentimiento o la sensación de haber cometido un error. En su justa medida, la culpa puede ser constructiva, impulsando a la persona a reparar el daño y a modificar su conducta. Pero, cuando es excesiva, puede resultar paralizante y destructiva.

El RESENTIMIENTO es una emoción negativa que se desarrolla a partir de experiencias de injusticia, agravio o dolor emocional no resuelto. Implica un sentimiento de amargura, rencor y hostilidad hacia la persona o situación que se percibe como causante del daño. Puede persistir durante largos períodos, envenenando las relaciones y obstaculizando la capacidad de perdonar y avanzar.

Pero ¿cómo afectan a las relaciones familiares? En primer lugar, estos sentimientos crean barreras y deterioran la comunicación intrafamiliar, dificultando la expresión honesta de sentimientos y necesidades concretas. Esto deriva en que cada uno se sienta cada vez más alejado de su propia familia (o pareja) y a su vez, que los roces y contestaciones poco gentiles generen conflictos recurrentes.

Esto, claramente, atenta contra la armonía familiar: contra la confianza y la sensación de seguridad que sentimos en nuestros hogares. Propicia el aumento de la negatividad, lo que puede causar patrones de conductas reactivos y poco a poco, nuestro hogar dejará de ser ese oasis de paz en un mundo frenético, y ya no será el lugar al que más quisiéramos volver cuando estamos fuera.

Ahora bien, ¿por qué nos pasa esto? Muchas de estas emociones no resueltas son heridas de las que no hemos podido procesar los duelos, hablar al respecto o, siquiera, decir en voz alta (y que el otro entienda) que las cosas nos han dolido. Otras veces, a raíz de una falta de honestidad con nosotros mismos, nuestras altas expectativas sobre el actuar de los demás nos ofende, nos violenta, nos percude el alma, pero no siempre somos capaces de comunicarlo.

Asumamos las partes que nos corresponden, los sacos que nos queden, y pensemos por un momento en qué me beneficia que yo abandone esta culpa y este resentimiento que cargo en mis espaldas. Y, aunque en muchos casos pueda que la responsabilidad realmente esté en las acciones de los demás, tenemos que entender la dura verdad: la emoción es mía. La herida es mía. El alma que pesa es la mía, y las únicas acciones que van a curarme son las mías. A pesar que no sea resarcido mi honor, mi buen nombre o lo que sea que halla sido mancillado, la cura siempre va a estar bajo mi entera responsabilidad. Así como lo hace el cuerpo humano, quien cura y se regenera no es el filo del cuchillo sino la piel, y definitivamente no lo necesita para hacerlo.

Muchas veces, dejar ir y recuperar la paz es la mejor manera de sanar. No perdamos de vista que la persona que me hace nacer estas emociones no es un extraño ni un enemigo: es mi pareja, es mi hijo, es mi hija, es mi papá, es mi mamá.... Es parte de mi, es mi familia. No deseo su mal y ellos no desean el mal para mi. Encontremos la manera de hablarlo (solos o apoyados de profesionales), solo así podremos solucionarlo.

¿Qué opinas sobre esta nota? Entre todos crecemos y aprendemos